El Atlético realizó la reserva de sus billetes a Bucarest por la gran virtud de plantear el partido como una final de noventa minutos. Nunca miró hacia Mestalla. Mientras, el Valencia se queda a expensas de una proeza porque jamás olvidó que estaba ante un duelo de tres horas, con su trayecto de ida y la colchoneta de la vuelta. Ésta fue la clave. Simeone inculcó hambre y desenfreno. Y tuvo su premio al atrevimiento. Emery apostó por el rigor y la prudencia para resolver en casa. Y pagó su afán calculador. El resultado dejó patente que donde hay actitud da igual la aptitud. El Atlético barrió a su adversario sin levantar jamás el pie del acelerador, y si el Valencia tiene vida se lo debe a sus goles en el descuento y a que su portero suplente es igual o mejor que el titular. Lo mejor para él es el resultado. El Atlético fue, en general, el que todo colchonero soñó ver un día. Le sobraron algunos despistes y fortaleza para defender el balón parado. El resto bordó la matrícula. Se comió al Valencia de salida hasta arrinconarlo a las faldas de Alves. La casta, la fe y el empuje popular fueron sus motores, aunque el arranque estuvo sostenido, sobre todo, por un planteamiento soberbio basado en el talento de Diego y Arda en la creación y en el alma colectiva para recuperar de inmediato. Fue media hora en la que todas las disputas le pertenecieron, en la que el balón le quería y en la que cualquier piropo parecía escaso. Soldado se desesperaba en busca de soluciones. Y éstas sólo llegaron con la lógica caída del ímpetu atlético y con el amor propio de un Valencia que hasta entonces era irreconocible.
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