Real Madrid 4 - 1 Atlético de Madrid
La Décima tenía que ser especial y lo fue. No podía ser una Copa más, un triunfo como otros, ni tampoco una alegría comparable. El pleno entusiasmo que significa esta conquista debe convivir con el absoluto desconsuelo de los vecinos de grada, de portal, de oficina. Lo heroico, concentrado en la inquebrantable fe del equipo en los últimos minutos del tiempo reglamentario, es una crueldad infinita visto desde la perspectiva del Atlético de Madrid.
El Atlético fue campeón durante 56 minutos, casi una hora, que habría que añadir a los seis minutos que fue campeón hace 40 años. Cayó igual que entonces. Cuando se creía vencedor, cuando todo el mundo lo creía, menos el Madrid. Volvió a suceder a dos minutos del final, como ante el Bayern. La coincidencia no es cruel, es sádica.
Lisboa ya será para siempre madridista, una extensión de La Castellana. A partir de ahora hablaremos del estadio de la luz blanca. En años venideros, por las callejuelas de la Alfama, será imposible no encontrarse a enamorados madridistas, tal vez enroscados bajo una farola, susurrándose, ellos iban de rojiblanco y tú de vikinga, siempre nos quedará Lisboa.
Disculpen el desorden. Es mucha la responsabilidad de escribir para un periódico que se guarda, que no envolverá bocadillos, que será releído dentro de muchos años, en alguna mudanza, cuánto se llora en las mudanzas; o quizá sea un periódico encontrado por sorpresa, porque la sana intención fue destruirlo. Saludos desde el pasado, ciudadanos del futuro: cuanto vivieron fue verdad, múdense tranquilos, lloren a placer. Ganó el Madrid y fue la Décima. Perdió el Atlético como hace 40 años. Aunque amarillee por el paso del tiempo, el valor de esta página es el de un certificado oficial. Ocurrió y fue inolvidable.
Lo escribo mientras observo a compañeros que saltan y a otros que se hunden en sus sillas. Me cuentan que esto es un balneario en comparación con lo que sucede en Madrid, donde los hinchas respectivos se hinchan a llorar o a reír. Las aficiones, al menos a esta hora, dan ejemplo de hermandad: no faltan quienes sollozan sobre el hombro de una camiseta blanca, hasta quienes dormirán en la misma cama que su adversario y lo seguirán haciendo durante muchos años más, viva el mestizaje.
Quien diga que no se puede ganar siempre, se equivoca; el Madrid gana casi siempre, concretamente gana una de cada seis Copas de Europa. Al Atlético sólo le queda un mínimo consuelo: ha perdido otra Champions, pero mantiene a salvo el mito y los anuncios, la gabardina y la niebla. No hay prisa por cambiarse de estadio, por abandonar el Paseo de los Melancólicos. Simeone seguirá siendo Robin Hood y el Mono Burgos, Little John. Ambos seguirán viviendo en el bosque de Sherwood.
Qué decir. La felicidad resulta escasamente creativa y el Atleti ha desarrollado una maravillosa lírica a partir del infortunio. En el Madrid la película es más convencional: Ingrid se casa con Bogart, cierran el bar y tienen cinco hijos. Ser del Madrid es tan poco intrépido como ser ciudadano de los Estados Unidos. Dueños del mundo.
Para Cristiano Ronaldo era el momento, 29 años, su última Champions antes de la treintena, su primera final en cinco temporadas con el Real Madrid. Sus números de genio necesitaban de un título así que validara la leyenda. No pudo ocurrir en mejor lugar, en tierra propia y en hierba ajena, en el campo del Benfica, el eterno enemigo de su Sporting juvenil. El cómo fue mejorable. Cristiano jugó un partido discreto, fuera de forma, y diría que le sobró la celebración tras el cuarto gol, algo exagerada. Mal gesto, aunque buena foto.
El recuerdo del partido todavía escuece. Como estaba previsto, la primera parte se jugó en un zarzal. Imposible no rasgarse. Juego trabado, siderúrgico, medieval; cada balón planteaba una batalla, desembarco incluido. Poco que reseñar, sólo accidentes. Algunos cantados. A los ocho minutos se retiró Diego Costa; si fue un truco, tendrán que explicarlo. A los diez minutos, Cristiano había sido derribado en dos saltos, con cierto aparato. La intención, probar sus músculos.
La defensa del Atlético jugaba muy atrás para protegerse de las contras. Varios kilómetros más arriba, el equipo buscaba balones largos a Villa o Adrián. Sólo cuando se apoyaba en Juanfran generaba peligro. El Madrid salía rápido pero sufría vértigo en la proximidad del área y desde allí bombeaba balones para Santillana, que no jugó ayer. Di María era el único factor desequilibrante.
El gol de Godín fue tan poco agraciado como lo era el partido. Después de un córner, Tiago volvió a poner el balón en el área. Godín se adelantó a Khedira para cabecear de espaldas y Casillas se quedó a media salida, en mitad de ninguna parte. Cuando quiso sacar la pelota, el balón ya estaba dentro. En ese instante pensamos que el ángel de Iker también era baja. Le subestimamos.
En la segunda parte, el Atlético empezó muy pronto a jugar con el reloj. Sin perderlo de vista, se encerró cada vez más. Se acercó el Madrid y aumentó la agonía. Se encadenaron las ocasiones, dos de Isco y otro par de Bale. Según discurrían los minutos, el Atlético no sólo estaba amenazado por su rival de blanco, sino por un fantasma de 13 letras 13: Schwarzenbeck. El ogro alemán marcó a dos del final y Sergio Ramos lo hizo en el tiempo añadido, también a dos de la conclusión. Cristiano y Bale se llevaron a la parte armada de la defensa y el central cabeceó como indican los manuales. El error del Atlético había sido de bulto: el Madrid no es el Barça.
En la prórroga, el Atlético echó de menos el cambio que había gastado a los ocho minutos con Diego Costa. Muchísimo. Al golpe moral se añadió el desgaste físico, la incapacidad de Juanfran para dar un paso más, el derrumbe colectivo. Con todo, sobrevivió a la primera parte de la prórroga.
En el minuto 110 no pudo más. Di María rajó la resistencia del Atlético por la banda de Juanfran y su disparo, desviado por Courtois, fue remachado de cabeza por Bale. Aunque luego marcaron Marcelo y Cristiano, se acabó entonces.
sábado, 24 de mayo de 2014
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