
Nápoles es el sur de Italia, un estilo de vida entre el peligro y la alegría. Nápoles es algo totalmente distinto a la capitalina Roma y opuesto a la jerarquía del norte, Turín o Milán. En lo geográfico, en las maneras, hasta en la gastronomía. Y en el fútbol. Nápoles, después de una época demasiado larga y demasiado oscura, es la caldera de San Paolo, cubil irreductible que empuja a su equipo, tensa al rival hasta la psicosis y adora a Ezequiel Lavezzi. Le adora porque San Paolo sabe un par de cosas de adorar a argentinos -adoró al más grande- y porque el Pocho es un futbolista distinto, criado en Santa Fe pero criado para Nápoles: un artista con alma de ladrón, un genio a veces disoluto de aspecto pendenciero y talento exquisito. En una colisión que dignificó unos octavos de Champions hasta ahora sin excesivo lustre, Lavezzi fue el mejor jugador sobre el campo, el que acaparó miradas (se llama carisma) y el que dejó las mejores pinceladas de fútbol y dos goles que descoyuntaron a Villas-Boas y su Chelsea, al que separa de la extremaunción noventa minutos en Stamford Bridge. Lavezzi dirigió a su equipo y domó el vértigo de un partido roto, de ritmo abrasivo y cuchillos largos. Un partido de malas defensas y ataques en manada, un choque de estilos que no fue tal porque uno lo tuvo, el Nápoles, y el otro no, un Chelsea cuya plantilla ya jugó sus mejores partidos y sin las piezas necesarias para jugar como jugaba el Oporto de un entrenador ahora en la lona. Sin las piezas y quizá sin el hambre. En el banquillo del Chelsea empezaron Cole, Lampard, Essien o Torres, con Terry lesionado. Pensar en esos nombres hace no tanto y pensar en ellos ahora explica lo que el Chelsea debería pero no termina de hacer: repensarse.
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